Por: Juan Cataño Bracho
Dado que en Colombia se nos ha convertido en una costumbre o en una constante que los gobernantes son, relativamente, buenos o malos según las obras que hagan a favor de unos o de otros, o según que sus obras perjudiquen a unos u otros; es necesario echar una mirada objetiva a lo que significa ser “Buen Gobernante”.
De acuerdo a los imperativos sociales, comunes, un buen gobernante es aquel que le garantiza a sus gobernados un ambiente de Justicia, Paz y Productividad. Este gobernante se hace una realidad por el espíritu de sus obras, a través de las cuales destella y con ellas invita a la obediencia, con lo cual no necesita imponerse a través de la fuerza o la compra de conciencia. O sea que el buen gobernante se debe empeñar en atraer, a todos los habitantes de su jurisdicción, no en someterlos.
Por eso el buen gobernante no se mide por la cantidad de sus obras, sino por el espíritu que lo motivan a realizarlas. Este es un proceso que está más allá de las fuerzas y el poder del gobernante y se ejecuta cuando media el noble interés de que sus obras beneficien a todos y no, solamente, a su propio interés y al de sus familiares y amigos.
Es de allí donde nace el principio bíblico “Por sus obras los conoceréis”, pues quien tiene el corazón dañado por la ambición no puede dar frutos buenos, frutos que desemboquen en obras que representen bienestar común. Es quizás, de un corazón dañado de donde nacen “las obras” o edificaciones que luego se convierten en elefantes blancos, porque no están inspiradas en la necesidad de resolver un problema, sino en la necesidad egoísta del gobernante de obtener beneficios personales, bajo el sofisma de representar la solución a un problema común.
Un buen gobernante es el que demuestra a través de sus obras o de su gestión ser un hombre de bien o de buenas intensiones. Cuyas obras no se dejan la sospecha de atender un capricho personal o de grupo, pues de su corazón manan los frutos de un ser preocupado por el bienestar social de sus gobernados y no permanece, durante su tiempo de gobierno, distinguiendo entre los que votaron y los que no votaron por él.
Como en El Reino de Dios, las buenas obras suceden adentro de la persona pero brillan afuera de él; o sea que da señales en aquellos que aceptan la voluntad social y da Frutos de Conversión, en este caso, de haberse convertido en un redentor de las nobles causas sociales. Las obras de un Buen Gobernante no son equivalentes a los gastos en materia prima, sino al beneficio general que prestan, o sea equivalentes al espíritu de un hombre bien intencionado que las motivó. El Espíritu de un buen gobernante hace presencia a en sus gobernante cuando no trasmiten contaminación de un espíritu malo o egoísta que hace lo que hace inspirado en el amor a los demás.
La bondad de un gobernante no la ratifican los discursos de sus amigos o beneficiarios que seguirán disfrutando de sus obras, si este permanece en el poder, sino el espíritu de las obras que despejarán el manto de dudas que pesa sobre la buena voluntad de quien las realizó y a través de las cuales, por el beneficio que presten, se justificará su inversión. Como tampoco la desvirtuará el interés mezquino de sus contrarios, quienes nunca verán el beneficio de una obra, por la ceguera que produce el egoísmo de no haber obtenido un beneficio personal de ella. Las buenas obras no lo son por lo que costó hacerlas sino por el servicio que prestan a las necesidades sociales.
En conclusión: la calidad de un gobernante no se mide por la cantidad de obras que hace, sino por el espíritu con que las hace.