Ultimas

Poder y autoridad*

Por: Cristina Hermida** Universidad Autónoma de Madrid. España.


Los conceptos políticos forman parte de nuestra conversación cotidiana: ensalzamos la “democracia” y censuramos, aceptamos o rechazamos la “revolución”. Palabras emotivas como “igualdad” o “dictadura” “élite” o aun “poder” pueden con frecuencia, por las propias pasiones que suscitan, dificultar una adecuada comprensión del sentido en que las mismas han sido o son usadas. Confucio consideraba la “rectificación de nombres” como la primera tarea de gobierno. “Si los nombres no son correctos afirmaba aquél-, el lenguaje no estará de acuerdo con la verdad de las cosas”, y esto, con el tiempo, conducirá a la desaparición de la justicia, a la anarquía y a la guerra.1 Yo no me atrevería a llegar tan lejos en esta cuestión pero, creo que estaríamos mejor sabiendo lo que con precisión queremos decir cuando utilizamos un término político común.

Partiendo de esta premisa y, sin embargo, reconociendo, como en su día ya hiciera Bismarck, que la política no es una ciencia exacta, es por lo que creo que un examen del concepto de autoridad nos exigiría necesariamente profundizar en su parentesco y en su presunta relación con el concepto de poder; teniendo en cuenta que con frecuencia ambos términos parecen fundirse y confundirse tanto en la esfera del lenguaje común como en la del pensamiento. “Hablamos de que una ley da “poder” a un ministro para hacer esto o aquello, cuando queremos decir que le está dando autoridad. Del mismo modo, hablamos de actuar más allá de “los poderes legales”, o de actuar ultra vires, cuando la palabra “autoridad” hubiese expresado de un modo más claro lo que queremos decir”.2

Esta imprecisión del lenguaje que, curiosamente, encontramos ya en el comienzo mismo de la discusión teórica sobre la soberanía, en el siglo XVI, en la obra de Juan Bodino,3 llega hasta nuestros días.4 De hecho, son todavía hoy muchos los autores para quienes el intento de establecer una distinción rigurosa entre el poder y la autoridad está, en última instancia, destinada al fracaso. Así, por ejemplo, B. Goodwin en los últimos tiempos ha precisado: “En cualquier situación política normal y en todas las instituciones estatales, el poder y la autoridad coexisten y se apoyan el uno al otro, y entre ambos condicionan la conducta de los ciudadanos”.5

Sin embargo, la postura contraria, la que apuesta por el binomio poder-autoridad, ha sido también defendida por otros tantos filósofos, que mantienen que debe existir una clara diferenciación entre ambos conceptos y no la conjunción y la mezcla que parece caracterizar la relación entre ambas nociones en la vida política.

Incluso encontramos casos de autores en ciencias políticas y en sociología que exageran la diferenciación entre los conceptos de autoridad y poder, llegando incluso a defender una verdadera confrontación. A mi modo de ver, si este planteamiento no ha sido positivo para las ciencias sociales es porque a pesar de que ha permitido incrementar la capacidad explicativa del concepto de autoridad, de algún modo, ha empobrecido el concepto de poder al limitarlo a la mera coacción, pero en su peor variante: la ilegítima.6

Por otra parte, nos encontramos con que los juristas describen el poder como un concepto de facto, que tiene que ver con hechos o acciones, mientras que la autoridad se presenta como un concepto de iure, relacionado con el derecho.

Como todos sabemos, la interacción entre poder y autoridad, hecho y derecho, es un tema que ha ocupado un lugar principal en la obra de todos los teóricos políticos clásicos. No hay más que recordar a Maquiavelo, quien afirmaba en El Príncipe que el nuevo gobernante, quizá un usurpador inhabilitado para reivindicar una base hereditaria o religiosa que le permita ocupar su posición, debe convertirse, para sobrevivir, en un experto en el ejercicio del poder y en la manipulación de las personas, utilizando tácticas oportunistas y una “economía de violencia”. La autoridad, por consiguiente, no es esencial a corto plazo, -dirá maquiavelo- aunque el príncipe intente obtenerla a largo plazo.

También el soberano de Hobbes en su obra Leviatán es designado para promover la obediencia que se ha de prestar al pacto social. En la medida en que es un ente autorizado por los contratantes originales, el soberano representa una autoridad situada por encima de ellos. Si las generaciones que siguen a la original obedecen al soberano por razones de prudencia es porque temen el retorno de la anarquía, de modo que a partir de ese momento, puede decirse que el soberano ejerce poder sobre ellos, en lugar de ejercer autoridad. Por ello, el modelo de Hobbes tiene como consecuencia, posiblemente involuntario, la legitimación de cualquier golpe que tenga éxito o cualquier poder de facto que se establezca a partir de este golpe.7

Por último, por referirme a tres casos paradigmáticos, en contraste con Hobbes, Locke situará la autoridad en el pueblo como soberano supremo. La autoridad y el poder son delegados en cantidades limitadas a un gobierno que permanece subordinado al pueblo soberano. Sin embargo, los individuos están obligados a aceptar la autoridad y a obedecer las leyes de un gobierno adecuadamente constituido; puesto que se trata de leyes a las que han prestado su consentimiento.

Si reflexionamos un poco sobre todo esto creo que la cuestión que necesariamente exige ser contestada es la siguiente: ¿puede considerarse la autoridad una forma de poder? o por decirlo con palabras de Sennett8, ¿es la autoridad la expresión emocional del poder? Ciertos autores han tratado de contestar a esta pregunta simplemente diciendo que “considerar a la autoridad como una forma de poder no es útil desde un punto de vista operativo”;9 sin embargo, desde mi punto de vista, lo más adecuado sería responder, siguiendo a Oppenheim, con un “depende”. ¿Por qué? Porque, a mi juicio, autoridad y poder no tienen porque siempre coincidir.

Puede ser que un sujeto esté bajo la autoridad y la influencia de otro sujeto, y, por tanto, bajo su poder; pero puede ocurrir también que esté bajo su autoridad y, sin embargo, no bajo su poder. Lo entenderemos mejor con el siguiente ejemplo tomado de Oppenheim:10 El gobierno de Atenas tenía autoridad sobre Sócrates, el prototipo de persona autónoma, quien de un modo independiente había llegado a la convicción moral de que debía obedecer las leyes de Atenas, aunque fuesen ilegales (es decir, que no debía escapar de su prisión aun cuando estaba convencido de que su juicio era ilegal:11). De este modo, el gobierno de Atenas no tenía influencia sobre Sócrates aunque sí poder para castigarle. Si, por otro lado, la creencia de Sócrates de que debía obedecer fielmente las leyes del gobierno hubiese sido alentada por el gobierno -por ejemplo, mediante persuasión racional o adoctrinamiento- Sócrates estaría bajo la autoridad y la influencia del gobierno, y, por tanto, también bajo su poder.

En cualquier caso, y como acertadamente, ha puesto de manifiesto Labourdette, no parece aceptable una diferenciación total o una fractura entre los conceptos de autoridad y de poder. Pues con ello: “No sólo se mutila el alcance inclusivo del poder, sino que también su parcelación exige, necesariamente, la constitución de un nuevo concepto capaz de abarcar todos los ámbitos considerados. Y esto es así porque, al separar analíticamente en segmentos los procesos de imposición, y deducir áreas específicas de acuerdo a ciertas características, surge la impostergable necesidad de convocar a un concepto totalizador de ese proceso de imposición global. A nuestro juicio -es decir, al de Labourdette- ese concepto es el de “poder”.12

De acuerdo con la anterior, y teniendo siempre presente la estrecha relación, aunque no identificación pero tampoco oposición, que existe entre ambos conceptos, creo que, siguiendo a Raphael,13 resultaría acertado sostener que tener autoridad para algo, es tener el derecho de hacerlo. Aquí habrían de distinguirse dos sentidos del sustantivo “derecho”. Pues, por un parte, cuando decimos que una persona tiene el derecho de hacer algo, podemos estar queriendo decir que la acción que se propone llevar a cabo no está prohibida por ninguna ley o norma moral, o que una determinada ley le permite cometer acciones de esa clase. Y según este primer sentido del sustantivo “derecho”, un derecho sería una libertad, una licencia, una autorización; en suma, un “derecho de acción”. Pero, por otra parte, podríamos también querer hablar de tener un derecho refiriéndonos a un derecho a recibir algo, un derecho frente a otro, quien tendría la obligación de darnos aquello a lo que tenemos derecho. Según este segundo sentido, un derecho constituiría un título a algo que se nos debe; en suma, un “derecho de recepción”.

Naturalmente, el derecho de recepción no implica que se haya de recibir algo material; puesto que aquél puede consistir tanto en el derecho a no ser molestado, en la ausencia de restricciones para hacer aquello que decidamos hacer, como en el derecho a recibir obediencia de los demás.

Según Raphael, la autoridad para dar órdenes supondría esta clase de derecho de recepción. A veces, hablamos de estar autorizados (y no tan a menudo, utilizamos la expresión: tener autoridad) para hacer algo, cuando estamos refiriéndonos a que tenemos un derecho de acción, pero dando a entender, además, que tenemos también un derecho de recepción, a que no se nos moleste. (…) Por consiguiente, la autoridad para dictar órdenes no sería sólo un permiso o un derecho a hacer algo, como lo es el permiso (o la autorización) para conducir un coche; sería también un derecho frente a aquellos a quienes se dirigen las órdenes, para que hagan lo que se les ordena. Esto es, implicaría también un derecho a recibir obediencia, al que corresponde la obligación por parte de los demás de concederla.14 También para Oppenheim esto es así. Pues como él mismo determina: “Que el gobierno P tenga autoridad sobre sus ciudadanos R respecto a determinadas actividades significa que los últimos creen que el primero está autorizado a regular sus conductas dentro de los límites que imponen esas actividades y que ellos tienen el deber de obedecer”.15

Si recordamos para Weber el rasgo distintivo del dominio o autoridad era la sumisión, la cual podía descansar en los más diversos motivos: desde la habituación inconsciente hasta lo que son consideraciones puramente racionales con respecto a fines. Un determinado mínimo de voluntad de obediencia, o sea de interés (externo o interno) en obedecer, sería, a su modo de ver, esencial en toda relación de autoridad.

El concepto de poder se enfrenta así en su análisis con el de dominación cuando reitera que este último consiste en la probabilidad de hallar obediencia a su mandato16 proponiendo emplear el concepto de dominación en su sentido limitado, que se opone radicalmente al poder, el cual se basa formalmente en el libre juego de los intereses.

Sin lugar a dudas, la categoría de obediencia está jugando un papel decisivo en la conceptualización del dominio. Weber se detiene en el derecho de obediencia del mandante y en el deber de obediencia del dominado.17 El rasgo que precisamente diferenciará a la autoridad o dominación del poder será, a su juicio, la “legitimidad”.18 Y según la clase de legitimidad diferirá el tipo de obediencia, el cuadro administrativo que la garantiza, y el carácter que adopta el ejercicio de la dominación. Y, por lo tanto, también diferirán sus efectos. De ahí que, desde mi punto de vista, el célebre análisis del poder de Max Weber constituya, en realidad, una explicación sociológica de la autoridad.

Si recordamos, el autor alemán distinguía tres tipos ideales de autoridad o dominación (Herrschaft)19 la legal-racional,20 la tradicional21 y la carismátíca.

1) La autoridad legal-racional constituye la forma explícita del derecho a dictar órdenes y a que éstas sean obedecidas, en virtud de la ocupación de un cargo o posición dentro de un sistema de normas deliberadamente estructuradas que establecen derechos y deberes.

2) La autoridad tradicional existe cuando una persona -un rey o un jefe tribal, por ejemplo- ocupa una posición superior de mando, de acuerdo con una tradición de larga data, y es obedecida porque todos aceptan el carácter sagrado de la tradición.22 Curiosamente, Luhmann en su obra Poder (Macht) insistirá en este punto al señalar que la autoridad no necesita justificarse inicialmente; puesto que, a su juicio, aquélla se basa en la tradición aunque no, por ello, aclara el autor, necesite invocar a ella.23

3) La idea de autoridad carismática constituye una extensión del significado de la palabra griega chárisma (el don de la gracia divina) que aparece en el Nuevo Testamento. Ahora bien, tal y como Weber emplea el término, significa aquella autoridad basada en la posesión de cualidades personales excepcionales que ocasionan que una persona sea aceptada como líder. Puede tratarse de virtudes piadosas, que conceden a su poseedor una autoridad religiosa; o de cualidades como el heroísmo, la capacidad intelectual o la elocuencia, que despiertan una devoción leal en la guerra, en la política o en cualquier otra actividad. La autoridad carismática respondería por parte de los dominados al reconocimiento del carácter extranormal del elegido, de su “heroísmo”, de su “santidad” y “ejemplaridad”; y concordantemente con ello, al reconocimiento de las “ordenaciones” emanadas de los elegidos.24

Según B. Goodwin, esta última fuente o tipo de autoridad, a la que creo que equivocadamente ella denomina “poder” carismático, preocupa a muchos teóricos políticos, especialmente, después de la llegada al poder de Hitler; puesto que alude a un factor impredecible, incontrolable, que puede amenazar o sobreponerse a la forma democrático-burocrática de autoridad que caracteriza a la moderna sociedad occidental. Si bien constituye una negación de la autoridad de base legal, la autoridad carismática se apoyaría, en esencia, en la condescendencia de los discípulos a su líder, en la medida en que ellos, sin él, no son nada. A diferencia de la autoridad impersonal que caracteriza a las instituciones, este tipo de autoridad resulta ser enteramente personal y su pérdida significa la inmediata pérdida del poder influyente sobre sus seguidores. Weber consideraba al carisma como algo efímero, aunque también pensaba que podía convertirse en rutinario mientras se transformara “en una fuente adecuada para la adquisicíon de poder soberano por los sucesores del héroe carismático”. De hecho, Weber consideraba que el liderazgo democrático constituía una forma de autoridad carismática disfrazada de una legitimidad basada en el consentimiento.25

Algunos autores ponen de relieve que este tipo de autoridad difiere del primero y del segundo, en tanto y cuanto consiste en la capacidad o el poder de imponer obediencia, mientras que los otros dos modelos constituirían ejemplos de un derecho a mandar. De acuerdo con Raphael,26 creo que esta consideración empaña la diferenciación existente entre los distintos tipos de autoridad. A mi modo de ver, no se puede olvidar que lo que Weber describe son diferentes fuentes de autoridad y no diferentes sentidos o significados del término. En cada uno de los tres tipos se considera que la persona que ejerce la autoridad tiene el derecho a dictar órdenes, edictos o preceptos, así como el derecho a ser obedecida; pero este derecho surge de bases diferentes. En el caso de la autoridad legal-racional, se deduce de un conjunto de normas que definen explícitamente derechos y deberes. En el caso de la autoridad tradicional sucede lo mismo, aunque aquí las normas no se “promulgan”, sino que surgen; es decir, no han sido deliberadamente formuladas por considerarlas deseables o necesarias, sino que se han desarrollado gradualmente a lo largo de un periodo de tiempo, en el cual una práctica consuetudinaria se ha ido solidificando hasta convertirse en una regla normativa. En lo que atañe a la autoridad carismática, el derecho proviene de la idea de que las especiales cualidades del líder le hacen idóneo para dirigir a los demás, o constituyen una señal de que ha sido autorizado por un ser sobrenatural acreditado con el derecho de dictar órdenes y de delegar este derecho a sus vicarios en la Tierra. Una persona a la que se atribuye esta clase de autoridad tiene el poder o la capacidad para exigir obediencia por el hecho exclusivo de que sus seguidores piensan que tiene derecho a ello.

Cuando se ejercita efectivamente la autoridad, la persona que la detenta es capaz de que los demás hagan lo que les exige.27 Pero, no podemos decir que su poder sea idéntico a su autoridad, ni tampoco que sea la consecuencia de la mera posesión de autoridad, sino más bien del reconocimiento de su autoridad por parte de aquellos a quienes ordena.

En el caso de la autoridad carismática, tal reconocimiento es una condición necesaria de la existencia de poder, por lo que aquél que la posee también tiene poder. No obstante, ésto no se cumple necesariamente en los casos de la autoridad legal-racional y tradicional. A veces, se inviste a una persona con la autoridad de un cargo de acuerdo con normas formales o con la tradición, pero por alguna razón (por ejemplo, una rebelión popular contra un rey o un gobierno) su autoridad no es reconocida por la mayoría de aquellos a quienes se supone sometidos a la misma. se tiene entonces autoridad sin poder.

Pero es que el poder puede existir también sin autoridad. Así, una persona que haga uso de un poder coercitivo puede ser capaz de conseguir que otros hagan lo que ella desea, no porque se le reconozca un derecho, y menos aún porque lo tenga realmente, sino porque temen las consecuencias que puede acarrear la desobediencia. De este modo, el ladrón que esgrime una pistola y espeta: “la bolsa o la vida”, obliga a su víctima a desprenderse del dinero porque la mayoría de las personas no podrían aceptar jamás la alternativa que se les ofrece. Efectivamente, la persona amenazada carece de elección posible y obedece porque no tiene otra salida.

A la obediencia resultante del reconocimiento de la autoridad también se la califica de una obligación debida, pero aquí la elección puede incluso llevarse a cabo con entusiasmo (como en el caso de la autoridad carismática), y constituye una verdadera elección.

A modo de conclusión, creo que podría sostenerse que hablar de autoridad en términos de obediencia y de legitimidad28 no es acertado; aunque, eso sí, pone de manifiesto el estrecho vínculo existente entre la autoridad y el poder así como la consiguiente tendencia a confundir ambos. A mi juicio, de acuerdo con García Pelayo, debería defenderse que la autoridad se da “cuando se sigue a otro o el criterio de otro por el crédito que éste ofrece en virtud de poseer en grado eminente y demostrado cualidades excepcionales de orden espiritual, moral o intelectual”.29 La relación de autoridad transmite de un modo especialmente fuerte la idea de que el destinatario reconoce en alguien ciertas cualidades en virtud de las cuales acepta como razones para sus propias acciones las directrices emanadas de esa persona o institución, y adecua su conducta a ellas porque emanan de ella, al margen del contenido de esas directrices.30 Y si ello es así, creo que los juristas, y especialmente los filósofos del derecho, podríamos afirmar con rotundidad que en el Derecho no se da afortunadamente una relación de esa naturaleza. Pues, como ha precisado Laporta, y termino: “el derecho positivo de cualquier comunidad está vigente en ella al margen de que sus operadores jurídicos o a sus órganos institucionales les sea reconocida la autoridaden ese preciso sentido. Y la prueba de ello es que en una sociedad democrática las decisiones jurídicas suelen ser cótídianamente discutidas y criticadas, lo que es incompatible con la noción de autoridad en el sentido mencionado”.31

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *