Por: José Manuel Acevedo M.@JoseMAcevedo>
Los congresistas no han hecho más que tomarnos el pelo a los colombianos, embolatando las discusiones sobre sus altos sueldos y sobre el tiempo real que trabajan en el Parlamento.
Están felices viaticando, aunque este año no haya habido desplazamientos de ningún tipo debido a la pandemia y la virtualidad. Cada vez que se propone una reforma constitucional sobre disminución o congelamiento de sueldos, esa iniciativa se pone estratégicamente al final del orden del día, de manera que las iniciativas se mueren no porque haya discusiones intensas o votaciones de frente que se oponen a estas ideas, sino porque las entierran por la puerta de atrás, igual que cuando tuvieron que ponerse al día con la legislación para parejas del mismo sexo, o cuando les llegan papas calientes como las del aborto o la eutanasia.
Son malas las generalizaciones, lo sé, pero en el caso de los salarios de los senadores y representantes a la Cámara, y de sus impúdicos aumentos anuales –muy por encima de la inflación y del aumento del salario mínimo en Colombia–, ni siquiera una situación de emergencia como la que vivimos provoca reflexiones colectivas para corregir esas distorsiones. Sería la hora de que, ante tanta indignación ciudadana, Angélica Lozano llamara a Paloma Valencia, Gustavo Petro contactara a Álvaro Uribe o Roy Barreras se pusiera de acuerdo con Dilian Francisca Toro para mandar las señales correctas como clase política universal y llegar, por lo menos en un tema, a un acuerdo sobre lo fundamental.
Y salgámonos, de una vez por todas, del plano populista: no es que reduciendo sueldos o renunciando a aumentos se vayan a solucionar los problemas del hambre y la pobreza entre los colombianos, sino que, haciéndolo, nuestros congresistas se sintonizarían por fin con el sentir de los ciudadanos. Es, en últimas, un asunto de empatía, de ética y de pudor y es una lástima que ni siquiera por supervivencia propia sean capaces de lograrlo. Juegan con fuego hasta que un buen día los votantes nos cansaremos y el descreimiento ya no será mayoritario, sino total, con las consecuencias que tiene perderle del todo la fe a la democracia representativa.
Es increíble pero cierto que un proyecto como el de disminuir las vacaciones de los congresistas se haya hundido sin pena ni gloria. Ahora los parlamentarios del Centro Democrático dicen que renunciarán al último incremento, pero ¿cuántos acompañaron, en su momento, al representante de su partido, Gabriel Santos, que impulsó la idea de trabajar un poquito más? En comisión primera, respaldo unánime y luego no agendaron nunca el proyecto en plenaria. Y muchos de izquierda hicieron lo mismo con la consulta anticorrupción: cuando les convino se montaron al bus; luego se olvidaron del asunto. Los muy cobardes dejan que estas ideas se diluyan para no dar de frente la discusión y ahí tenemos a uno de los Congresos que trabajan más poco y ganan más en América Latina: ocho meses cada uno por la módica suma de 34 millones de pesos, más carros, gasolina, asesores, pasajes y primas bianuales. ¡Cómo no indignarse!
Y, claro, calladitos, pero alimentando soterradamente una efectiva oposición a todas estas ideas, nuestros honorables magistrados, cuya suerte salarial está atada a la de los congresistas. Todos arropados con la misma cobija.
Si los parlamentarios fueron incapaces de autorreformarse, tendremos que ser los colombianos los que, a punta de sanción social, les demos la espalda a ellos como nos la están dando ahora a nosotros. Lástima que tampoco los mecanismos de participación ciudadana como el referendo o la consulta popular, diseñados con exigencias tan altas como para que nunca prosperen, sean herramientas realistas para cambiar de tajo lo que funciona mal. Nos queda la voz para decirles una y mil veces que estamos mamados de su vergonzosa indiferencia.