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Por desconfianza, la pandemia hace estragos en Colombia, un país dividido

Compilador: Juan Cataño Bracho

Hay una situación local que puede explicar un fenómeno universal: En Valledupar se han impuesto 5.595 comparendos a infractores del aislamiento preventivo, y aunque el alcalde Mello Castro decretó la Ley Seca durante los fines de semana de este mes, extendió el ‘pico y cédula’ ante la ampliación de la cuarentena e insiste en el acatamiento de los protocolos de bioseguridad, mucha gente sigue en las calles sin tapaboca, en aglomeraciones y con gran movilidad en la ciudad.

A todas luces se nota que La obediencia, que es una actitud responsable, que implica, en diverso grado, la subordinación de la voluntad a una autoridad, el acatamiento de una instrucción, el cumplimiento de una demanda o la abstención de algo que se prohíbe, no existe en Valledupar y nos corresponde indagar por qué se da este fenómeno, aún cuando nuestra vida está en peligro o amenazada. Pero lo que si creo es que los experiencia de haber evidenciado de que en cada crisis hay alguien que se beneficia, en contra del sufrimiento de otros, nos tiene sumidos en una profunda desconfianza que ni en momentos en que nuestra vida está seriamente amenazada somos capaces de obedecer a la autoridad, que en muchas ocaciones ha demostrado no ser coherente, y mucho menos ponernos de acuerdo en lo esencial y por lo tanto la división nos condena a la muerte y cada uno de nosotros, en este caso, es un peligro para el otro.

Amparado en el anterior supuesto, que para mí es un axioma, recurro a la compilación de opiniones para tratar de explicar lo que actualmente nos ocurre en Colombia ante la coyuntura de la pandemia del coronavirus:

Colombia, un país dividido

Por: Juan Manuel Nieves R.

Hace un se vivió un hecho lamentable en Bogotá como fue la muerte de varios policías a manos del grupo terrorista del ELN. No pasó mucho tiempo para que un segmento de la población saliera a hacer conjeturas y, sin ningún reparo, culpara al propio gobierno del atentado.

Los terroristas se adjudicaron el hecho por lo cual todas las teorías conspirativas se cayeron; lo curioso es que no se leyó jamás si quiera unas disculpas por las falsas acusaciones; después se convoca una marcha en contra del terrorismo y una vez más los mismos acusadores no marchan porque viene desde sectores ajenos a ellos.

Este hecho, como lo muestra ahora la pandemia, muestra lo dividida que está la sociedad colombiana, ya ni la muerte de los compatriotas nos mueve a unirnos. ¿Llegamos a un punto en el que el odio entre colombianos es insuperable? La respuesta no es fácil, pero entre sus múltiples causas está la sensación de injusticia que imperó en el “proceso de paz”, donde colombianos a favor y en contra se dividieron; también por el anacronismo en el que viven muchos jóvenes; los menores de 25 conocieron otra Colombia. Es también culpa de los líderes políticos, con sus egos y rencillas que priman sobre las realidades del país y es culpa de una verdad histórica: a los colombianos les cuesta la cohesión de país, no en vano llevamos una historia escrita entre guerras, ya sea campesinas, de partidos, de guerrillas o narcotráfico.

La división ha llegado a tal punto que económicamente se ha intentado afectar a bancos o a empresas de alto valor, sin contar los golpes que reciben en cada marcha establecimientos y sistemas de transporte; la polarización no solo fragmenta a la sociedad, también aleja cualquier proyecto a largo plazo de inversionistas puesto que la seguridad jurídica y política son determinantes en un país.

Venezuela es el vecino donde pasan la peor película de las divisiones al interior de un país; un demagogo subió con promesas de igualdad y terminó sembrando la discordia y la pobreza; en estos momentos su economía es la peor de la región, su inflación supera el 4 millones por ciento, las grandes empresas emigraron y su PIB fue del -18% para el 2018. Aun así, millones de personas siguen detrás del régimen, y la salida para un país fragmentado siempre será con sangre por medio como viene ocurriendo desde hace años en el vecino país.

Colombia debe superar la polarización; vencer el odio es posible y el primer paso es con justicia; los terroristas deben aprender que un crimen se paga y no hay protocolo válido para sostener un grupo de bandidos en una mesa de negociación si su camino es por fuera de la ley; se le debe aplicar todo el peso de esta sin consideraciones. El rechazo frente al terrorismo debe ser unánime y el descrédito de quienes intentan dividir el país se va mostrando paulatinamente, Colombia debe encontrar qué la une; no puede ser que solo nos abracemos cuando gane un partido la Selección.

La autoridad y la obediencia

(Autoridad moral y obediencia. Margarita Mauri1  María Elton2  1Universidad de Barcelona mauri@ub.edu.2Universidad de los Andes, Chile melton@uandes.cl).

La relación autoridad-obediencia se da en un contexto de intereses compartidos, en el que cada una de las partes del binomio ejerce el papel más adecuado a su propia condición. Obedecer al que tiene autoridad sólo tiene sentido si hay un fin al que se ordena dicha relación, una obra común que tiene que ser realizada bajo la dirección de la autoridad, de tal manera que el grupo realice su bien común y permita, a la vez, a cada uno de sus miembros alcanzar su propio fin. Ahora bien, el bien común y el fin moral individual no serían tales si no fuesen alcanzados en virtud del ejercicio de la autonomía moral de la persona, ya que, según Tomás de Aquino, la obediencia es una virtud, no un defecto, y se ejercita mediante la razón y la voluntad (Suma de Teología, II-II, q.104, a.1). Tomás de Aquino es el más característico representante de una filosofía para la cual la obediencia es una forma de excelencia humana.

La obediencia no se opone a la autonomía moral, como se llegó a pensar en la Ilustración, sino que, al contrario, la potencia. La tesis que defendemos a continuación es la necesidad de que existan autoridades morales precisamente para la adquisición de la autonomía moral tanto de los que, para lograrla en el futuro, han de ser obedientes morales en el presente, como son los niños, como para aquellos que, siendo jóvenes o adultos, necesitan ser sostenidos en sus propios juicios morales para ser capaces de autogobernarse.

Ahora bien, hay que distinguir en las personas constituidas en autoridad lo que es propiamente su autoridad moral, si la poseen, y lo que es su poder de gobierno. Autoridad moral y poder de gobernar tendrían que ir siempre juntos, pero debido a la debilidad de la naturaleza humana, no es siempre así, por lo que puede haber personas con poder de gobierno y sin autoridad moral (Suma de Teología, II-II, q.102, a.2). Entonces se pueden producir abusos de poder por parte de algunos a causa del ejercicio de su oficio de gobernar, que no se deben a su autoridad moral, la cual no es poseída por ellos. En este escrito no nos vamos a referir a la necesidad de obedecer a aquellos que, teniendo poder de gobernar, no tienen, sin embargo, la suficiente autoridad moral para hacerlo, lo cual puede constituir un segundo ensayo. Nuestra tesis se refiere más bien a la necesidad de obedecer a la autoridad moral -parte importante del binomio autoridad/poder de gobierno- para alcanzar el autogobierno individual en el terreno moral, autoridad que puede ir unida a cierto poder de gobierno, ya sea en la escuela, la política, la empresa, la dirección profesional, etc., o constituir sólo una excelencia en algunas personas (Suma de Teología, II-II, q.102, a.1, ad.2).

La autoridad es reconocida y manda cuando es el resultado de la encarnación de un ideal o télos al que se somete quien desea alcanzar el mismo. Viene al caso la consideración de J.M. Bochenski (1979: 103), según la cual “(…) para que exista una autoridad tiene antes que darse un objetivo deseado y, segundo, el sujeto debe creer que el cumplimiento de las órdenes adecuadas es una condición necesaria para el logro de ese objetivo.” Por ser un ideal encarnado, la autoridad moral es la consecuencia natural de un trabajo previo sobre el propio carácter moral por parte del que la ejerce. El libre reconocimiento de la autoridad de otro por parte de quien obedece es provechoso para este último, pero no es condición de la existencia de la autoridad moral como tal.

La actitud que acompaña a la humildad es la de la confianza, y ésta se deposita en alguien al que se le reconoce autoridad. La confianza en el que tiene autoridad exige la docilidad, una virtud que, según Tomás de Aquino, forma parte de la prudencia. El hombre falto de experiencia moral reconoce la necesidad de ser instruido por otro, sobre todo por los que han logrado un juicio equilibrado sobre los fines de las operaciones (Suma de Teología).

Sin duda, la relación fáctica entre autoridad y obediencia no siempre se mueve dentro de los cauces de la legitimidad. Desde la falsa autoridad a la autoridad ejercida en beneficio propio, pasando por la obediencia ciega, un sinnúmero de desviaciones es posible. Sin embargo, la mala praxis no ha de impedir el reconocimiento de la necesidad de que entre los hombres se dé la relación de autoridad y obediencia. El reconocimiento de la dependencia de la autoridad de otro para el progreso moral propio fue puesto en tela de juicio por el pensamiento ilustrado, que vio como una amenaza a la autonomía personal todo reconocimiento de una autoridad que no fuese la del individuo sobre sí mismo. Con la negación de la necesidad de una autoridad moral para la autonomía futura del que obedece se pergeñó un modelo antropológico de suficiencia personal que resulta poco adecuado para explicar la dependencia y la vulnerabilidad del ser humano.

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