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Poder y Democracia en una sociedad dividida

Por: Alfonso J. Palacios Echeverría

Muchas veces contemplo con tristeza la forma en que los políticos de nuestro país utilizan términos como democracia, pueblo, el poder del pueblo, etc. sin haber jamás reflexionado sobre el contenido de dichas palabras. Pero ello es -más que todo- el reflejo de un infinito nivel de ignorancia o al menos de ausencia de formación, producto de la descomposición de la educación que se recibe desde la primaria hasta la universitaria. Como todo se ha convertido en mercancía, la educación y la formación profesional ha sufrido también ese aligeramiento, esa falta de profundidad que caracteriza el comportamiento de nuestros políticos. Existen, eso sí, algunas poquísimas excepciones, que en el pasado fueron perseguidas por las turbas de ignorantes que gobernaron este país. Resulta absolutamente asombroso escuchar ciertas declaraciones de los políticos y funcionarios de alto nivel sobre este tema.

Lo que hoy llamamos la democracia moderna, que nace oficialmente después de la Revolución Francesa, inaugura un trastrocamiento de toda la sociedad al perderse el fundamento trascendente del poder. A partir de ella los que ejercen la autoridad política son simples gobernantes, no pueden apropiarse del poder, incorporarlo, encarnarlo, como se hacía en los regímenes absolutistas anteriores.

Se piensa que la democracia moderna instituye un nuevo polo de identidad: el pueblo soberano, y se tiende a creer que la cosa es simple y que sólo se trata del reemplazo de la soberanía del príncipe por la soberanía del pueblo. Y ello no resulta más que en una abstracción inasible. En cierta forma una conceptualización romántica.

El pueblo como tal no existe en ningún lado, no es posible concederle una sustancia unitaria, y su supuesto poder carece de fundamento porque no tiene referencia trascendente ni tampoco unidad en la que apoyarse. Lo que llamamos la sociedad democrática es una sociedad dividida, y esta división es constitutiva de su unidad, y es por ello que la idea de que la democracia es una forma de sociedad en la que el poder pertenece al pueblo no solo no resiste a la observación de su carácter dividido y conflictivo, sino que es una idea que se ha revelado como peligrosa a través de la historia.

Debemos, en consecuencia, realizar una distinción entre un Pueblo – principio, depositario de la soberanía, y un Pueblo-sociedad que no existe de manera verdaderamente unitaria en ningún lado y que no puede ejercer el poder de manera evidente en la práctica. El pueblo-sociedad esta compartimentado en multiplicidad de intereses, algunos absolutamente contrapuestos.

Por ello la división y el conflicto es consustancial al Pueblo sociedad y se expresa abiertamente en el conflicto político. Es la escena política el escenario en donde se compite por el poder, en el que se hace evidente que los gobernantes no encarnan el poder, sino que son simples gobernantes, y que deben reconocer que el conflicto se institucionaliza como resultado de las distancias y diferencias existentes al interior del Pueblo sociedad. Es por ello que existen los ciclos en donde se realiza la reposición periódica del poder a través de las elecciones regulares y la participación de las instituciones representativas, que dejan ver la división de la sociedad y al poder como un lugar vacío, y que es la arena política en donde  la división se ve transpuesta y transfigurada.

Estamos hablando de elementos sustanciales para poder entender nuestro sistema democrático, que está fundamentado en concepciones erróneas pues supone iguales y confunde las distintas naturalezas del pueblo-principio y el pueblo-sociedad. Y ello debido a la ausencia de conocimiento y comprensión del fenómeno pueblo en sus dos dimensiones.

El pensamiento occidental que guio el nacimiento de nuestra república y sigue influyendo en ella, trató de poner en práctica el humanismo y la democracia; luego ha buscado superar las desigualdades básicas de condición y de poder, avanzando paulatinamente desde la noción de dignidad personal y de igualdad ante la ley hacia la democracia política. Actualmente nos hallamos en el punto de asentamiento inicial de las conquistas alcanzadas y vamos progresando –aunque muy lentamente-  en términos de equidad social, participación y corresponsabilidad democrática. Al menos en teoría, diría yo.

Este es el sentido del progreso histórico que, desde que se extendió la educación a amplios sectores de la población, ha llevado al desarrollo tecnológico y científico y ha permitido que se pueda empezar a hablar, por lo menos en algunos países, de avance práctico de los ideales de solidaridad y democracia, a partir de los ideales que movieron en el pasado a algunos grupos en favor del progreso, anhelo de desarrollo social y del avance democrático.

La crisis teórica actual en los niveles intelectuales y la absoluta ausencia teórica en los niveles políticos de nuestro país revela no sólo la crisis interna del paradigma acerca de lo que es la dimensión social de la democracia, porque no se ha prestado la suficiente atención a las referencias y posibilidades subyacentes de dinamismo social; y porque se subraya de forma convincente mucho más los fracasos que los logros alcanzados y por tanto desde el paradigma neoliberal (que muchos de nuestro políticos en su inmensa ignorancia han aceptado como dogma) ha podido argumentarse con cierta fuerza el valor de la seguridad y la estabilidad que proporciona el «orden conocido», frente a cualquier otra alternativa.

Se anatematiza el cambio, la revolución, la protesta, el disenso, y con ello se aleja el avance y el progreso social del pueblo, al que se le conduce como borregos a los establos del consumismo.

Desde hace ya bastantes años llevo escribiendo por qué me parece que la forma de llevar la conducción del Estado en Costa Rica por parte del estamento político está destinada al fracaso, y su interrelación con los conceptos de equidad social y los efectos sobre la sociedad actual son desastrosos. Veo poco esfuerzo por alertar los riesgos y miopía en los que estamos incurriendo, unos por ambición descontrolada y otros porque no tienen las herramientas para comprender lo que está sucediendo. Estamos dejando una cuenta impagable a nuestros hijos, una sociedad cada vez más desigual y dividida, un nivel de violencia civil y gubernamental poco vista antes, un desempleo juvenil de récord histórico, pérdida de libertades individuales, concentración excesiva de poder, desigualdad creciente, concentración absurda de la riqueza, etcétera.

Hemos evolucionado en las últimas décadas de una economía centralmente planificada por un grupo de políticos, a una centralmente planificada por bancos centrales que obedecen a lineamientos de organismos internacionales, los que a su vez obedecen a los grandes intereses económicos y comerciales de las potencias. Una verdadera economía social de mercado como la que se pretende en nuestro país sólo puede funcionar cuando todos juegan en la misma cancha y con las mismas reglas y con acceso a poder desarrollar las habilidades para poder competir.

La parte social proviene de la transferencia de una porción de aquellos que tienen la suerte o habilidad de triunfar a aquellos que no. Ésta es la única forma de que el partido se siga jugando permanentemente sin terminar a golpes. El gobierno cumple la misión de la redistribución, velar por que el juego se mantenga en la cancha y también proveyendo el necesario entrenamiento para desarrollar habilidades. El gobierno es un servidor de la sociedad, elegido por esta misma. Y los gobernantes, al parecer, se han olvidado de ello o, en su ignorancia, se creen dueños de un poder que no existe, como mencioné al principio.

(*) Alfonso J. Palacios Echeverría

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